Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

10.3.09

cuatro días de marzo


Tras vivir no pocas incertidumbres durante cuatro largos días de marzo, se inauguró ‘Time out’. Hacía semanas que la exposición ya se había convertido en una máquina de aglutinar voluntades. El estudio de ‘la santa potra’ (María Requena, Israel Pérez, Beatriz Lecuona, Óscar Hernández y Alby Álamo) había conseguido catalizar buena parte de las energías creativas del barrio del Toscal. El dueño de la ferretería y la jubilada del piso de arriba llevaban tiempo implicados en un proceso de recogida de materiales para una actividad que no comprendían muy bien, pero que, por alguna razón, les motivaba. Finalmente, el montaje de la piezas se convirtió en un ejemplo manifiesto de ‘intersubjetividad’. La decisión inicial de hacer una exposición colectiva que fuera más allá de la mera reunión de piezas individuales (que podía parecer una ‘regla del juego’ más o menos forzada por la moda ‘colaborativa’) se convirtió en un auténtico procedimiento de trabajo que implicó muchas voluntades en un proceso conjunto de toma de decisiones que, pese a estar marcadas por la premura, jamás produjeron tensión.
También a última hora las circunstancias meteorológicas determinaron que el concierto de inauguración de la Bienal se celebrara en el interior de la sala y una de sus esquinas tuviera con convertirse en bar de copas. Lo que empezó siendo un elemento añadido de incertidumbre se convirtió en una demostración fehaciente de que se había logrado darle al espacio la versatilidad pretendida. La sala de arte se convirtió en sala de conciertos y acogió de manera hospitalaria a una considerable multitud. Damas de la burguesía santacrucera se recostaron cómodamente en las alfombras sacadas días antes del vertedero mientras sus maridos se sentaban bajo un bonito paisaje de lombrices que hacían su trabajo en la compostadora al ritmo de la música de Cage. El jardín soportó más gente sentada en sus bordes de la que hubiéramos imaginado y demostró que su movilidad le hacía útil en más de un sentido. El público encontró acomodo en las diversas áreas del andamio -muy favorecido por el dramático contraluz impuesto por el concierto- cotilleó los catálogos de la biblioteca y se interesó por las contradicciones del ‘crecimiento sostenible’ (editadas en el periódico del laboratorio) mientras escuchaba la música.
Cuando esta acabó, las ‘esculturas’ se llenaron de copas mientras los asistentes se saludaban, charlaban o comentaban los textos pegados en el suelo de la sala (que también soportaron sorprendentemente bien el inesperado embate) explicando el proyecto. La reunión social se vío momentáneamente desplazada para proceder a la pegada de carteles sobre el muro de la entrada. A los previstos se sumo espontáneamente uno convocando a la manifestación contra el puerto de Granadilla. Las más crípticas imágenes contrapublicitarias y los más directos llamamientos a la ciudadanía se dieron cita en una actividad que convirtió momentáneamente a los asistentes a un acto protocolario en integrantes de una aparente movilización ciudadana.

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