Sinopsis

El paisaje no es una realidad inerte que podamos preservar, es la imagen de nuestra relación con el territorio. En consecuencia, hacemos paisaje modificando nuestros hábitos socioeconómicos y nuestras expectativas culturales. Al mismo tiempo, nos reconocemos a nosotros mismos en ese escenario socioeconómico. En la actualidad, la estructura económica y la superestructura cultural se solapan: por una parte, el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de experiencias e imagen prêt-à-porter; por otra, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. El espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza. Nunca como en el marco de la sociedad de consumo, la cultura, entendida como la capacidad para determinar los propios gustos y necesidades, había jugado un papel político tan evidente.

Vivimos una situación de crisis (sistémica) que ha puesto en evidencia los límites de los recursos energéticos y financieros para seguir manteniendo la dinámica de producción y consumo. Y, sin embargo, en el marco de una economía que no se entiende a sí misma más que como ‘ciencia del crecimiento’, no concebimos más solución que la huida hacia delante. El progreso, como cualquier dogma decadente, tienden a enrocarse: los economistas son incapaces de pensar el decrecimiento, los políticos son incapaces de pensar a largo plazo, los ciudadanos no quieren ni pensar en perder capacidad adquisitiva… Los medios se han convertido en fines y la inercia empuja el ‘fin de la Historia’ hacia la historia del fin. En este contexto, la crisis del estado del bienestar ya no tiene que ver con la caída en desgracia de los modelos socialdemócratas: hace referencia a la incapacidad del estado para controlar los estragos de los adoradores de la buena vida y a la carencia de un imaginario de la vida buena que nos sirva de indicador para valorar la orientación del progreso. Quizá el arte no pueda volver a proponer modelos (pre)definidos pero, sin duda, puede incidir en la economía de los aprecios y las apreciaciones.

¿Puede el arte coadyuvar a crear un ecosistema cultural en el que determinados hábitos insostenibles tiendan a extinguirse mientras que otros se reproduzcan con facilidad por considerarse propios de una vida realmente buena?, ¿puede el arte imaginar modelos de bienestar que generen necesidades de cumplimiento incompatible con un sistema que parece incompatible con el planeta?

29.1.09

R que R. Reevaluar

El mercado tiene un gran fallo: es miope y amnésico. Los precios no computan que estamos despilfarrando una herencia multimillonaria en recursos y materiales. Este olvido nos provoca en una falsa sensación de omnipotencia. Cualquier pequeña empresa computar en su cuenta de amortización la pérdida de valor de su inmovilizado (inmuebles, maquinarias, equipos, etc.), aunque no implique un gasto dinerario inmediato. Si en el planeta lleváramos esa cuenta quizá descubriríamos que la perdida de materias que no sabemos producir (y que el planeta ha tardado milenios en hacerlo), sumada a los costes ecológicos, supera las ventajas productivas (4/5 partes del valor de un alimento tienen que ver con cosas que no alimentan).
Si, además, grabáramos la producción con los gastos defensivos (destinados a minimizar el impacto del desarrollo), los externalizados (los daños colaterales) y las pérdidas puestas en disvalor (lo que perdemos con lo que ganamos), nos daríamos cuenta de que nuestra riqueza nos hace cada día más pobres. Convendría corregir estos fallos del mercado cargando estos gastos a los productos que los generan.
Para evitar que eso ocurra, utilizamos indicadores como el PIB que contabilizan como riqueza cualquier gasto (ya sea el de atender a los heridos de una accidente o el de retirar el chapapote de las costas) y no cualquier valor: si le hacemos la comida a nuestro hijo y charlamos con él dando un paseo generamos menos riqueza que si le compramos una pizza y una consola.
Casi todo el programa del decrecimiento podría cumplirse reestructurando nuestro sistema si corrigiéramos los fallos del mercado, es decir, si los precios reflejaran realmente los costes.
  • Probablemente, el yogur que nos comemos contiene leche de una vaca holandesa que comió soja brasileña, y, tras tratarse en Alemania, se tapo con aluminio estadounidense en un envase ‘made in china’. Para que este producto viajero, que ha consumido 15 veces más energía que la que nos aporta, salga más barato que un yogur hecho en casa en un envase reutilizable hay que descontar de su coste real el tratamiento de las enfermedades que provocó la contaminación y el recalentamiento debido a tanto desplazamiento, el del bosque que se taló para plantar la soja, el del puerto y la utopista que se tuvieron que construir para transportarlo, el del ejército que nos asegura el abastecimiento del petróleo y la definitiva pérdida de ese petróleo que se gastó en hacer un envase no biodegradable que tendremos que tratar. Si estos gastos se le imputaran al productor, él mismo descubriría el encanto de la economía de proximidad. Todo esto sin entrar en el disvalor del sabor del yogur fresco.

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